sábado, 21 de agosto de 2010

Sin Palabras.

“Dime
Por qué los cielos ya no lloran
Por qué los ríos ya no cantan
Por qué nos has dejado solos
Dime….”
José Luis Perales.

Siempre he creído que la familia de la cual formo parte, es un híbrido entre “La casa de los espíritus” y “Cien años de soledad”: Por una parte, maldiciones recaídas en mis antepasados y transmitidas generación tras generación, éxodos, hijos pródigos que se niegan a regresar al seno familiar y prefieren ser adoptados por gitanos hasta convertirse en uno de ellos y olvidarse del tronco común del que surgieron, amoríos prohibidos con militares, hijos ilegítimos que buscan el reconocimiento paterno, secretos celosamente guardados..... y por otra parte, la sensibilidad y facultad de estar en contacto íntimo con energías o entes extraños, no aceptados por la física o por la lógica.

Aún recuerdo el día en que nos accidentamos regresando del aeropuerto.
No sé en qué consista, pero el tiempo se detiene, no sabes bien cuánto transcurre, si veinte segundos o cinco minutos, pierdes el sentido del oído, porque es como si todo a tu alrededor se compactara, no sabes si tu grito se externó en la realidad o se reprimió en tu garganta, tú mismo no sabes si lo que estás viviendo es el paso al más allá o estás maniobrando tu energía corporal para rogar al Creador que te de una segunda oportunidad.

Recuerdo que mis papás me mandaron mil y un mensajes a mi celular, los cuales leí una vez que aterricé y recogí mi maleta, y como no tenía saldo, llamé a mi mamufa para decirle que habíamos llegado bien, que no se preocupara, y escuché su voz diciéndome agitada: “Ya quiero que estén a mi lado, ya quiero abrazarlos”, mientras yo de mala gana le decía que no exagerara, que no pasaba nada.

Mientras me bajaba del taxi en la carretera y me tocaba para ver si no había sangre en mi cuerpo, lloraba pensando en que lo último que mi mamufa hubiera escuchado de mí, hubiera sido un grosero: “Sí hombre mamá, no pasa nada, ahorita llegamos”.

Antier mi mamufa me preguntó por una muy buena amiga que conocí en mi adolescencia.

La amiga que no todas las mujeres desean tener, porque es inteligente, simpática, divertida, hermosa y de lindas curvas, la que gana el premio de “chica de nuevo ingreso con más pegue”, a la que siempre le llegaban veinte flores en los correos florales, y todas las flores, eran de hombres.

Y como mujer, sé que no hay cosa más maligna en este mundo, que la propia envidia femenina.

Abogada exitosa, primeros lugares en todos los exámenes, el trabajo mejor pagado de toda la generación… y el más peligroso también.

Hoy me entero que tiene una semana desaparecida.

Mi corazón sufre un colapso intenso, hago lo que puedo por contener las lágrimas, mil y un escalofríos recorren mi piel, mi imaginación es cruel conmigo y me muestra imágenes aterradoras, y es entonces cuando pienso en lo injusto de la vida.

Es entonces cuando me asquea la putrefacción que está carcomiendo a nuestra sociedad.

Mi sonrisa se ha congelado.

Y yo sólo rezo por ella, si como lo creo, tengo una conexión con el más allá, hoy una parte de mí deja este mundo para buscarla y volver a ser ese par de adolescentes que platicábamos de “Aura” y ese par de mujeres que platicábamos de iniciativas de leyes, amparos indirectos y sueños por cumplir.